lunes, enero 09, 2006

Casa de Melilla en Barcelona 27/04/2001

Cuando las edades se injertan para no olvidarse jamás nos encontramos entre la niñez y la juventud. En el cerro de Ataque Seco las cabras pastaban cerca de la Batería de Costa, destacamento perteneciente al Regimiento de Artillería de guarnición en Melilla, donde cada día a las doce en punto de la mañana disparaban un cañonazo de estopa recordándo aquellos que obligaban a los presos libertos del pasado siglo volver al recinto del presídio por el túnel del Hornabeque a la hora de la comida y de retreta. Este del medio día se quedó de recuerdo durante muchos años.     Juan, el cabrero, hombre cazurro procedente de los Montes de Málaga solía cantarnos verdiales al mismo tiempo que liaba un grueso cigarro de picadura en plena ventolera de la tarde. Jamás se le caía al suelo una brizna de tabaco. Con su encendedor de mecha anudada amarilla y dándole un par de caladas al tarugo nos cantaba y contaba histórias de cuando las viñas de su padre en la Axarquía enfermaron de filoxera (él decía la Filomena).     Muchas veces ordeñaba a una de sus cabras y en la medida fregada en la fuente de  Ataque Seco que llevaba en el zurrón nos daba a probar la leche tibia que más de una vez nos disputábamos un solo buche.     A Juan le hacía mucha gracia observar a la burra del “Pistolero”, hombre que se ganaba la vida haciendo portes con su carro y su burra, cuando se ponía rebuznona, enamorada decía, cuando sentía al burro negro y huesudo piropearle con sus sonoros rebuznos desde la puerta del cementerio. Lo hacía con tanta energía  que no le cuadraba con la vejez llena de mataduras en su fino pellejo sin pelo.     Nos contaba que en Málaga cuando él era niño lloraba lágrimas de plata, decía que era porque sentía temor y se avergonzaba de que lo vieran hambriento. En su casa siempre había hambre y disgustos. El olor de su hogar era de orines y comidas rancias: el estómago le decía muchas veces que era un bandido al no echarle comida. Todo esto nos lo contába recostado en un eucalipto en la zona de los árboles al final de la calle de Castellón, la que siempre se encontraba solitaria. Rara vez se oía el trepitar del motor de un coche deshaogánose del esfuerzo de la subida de Castelar o Padre Lerchundy.Tenía un perro de nombre “Perro”: oye perro ven aquí y ganate tu comida. Era como un heraldo cada vez que pasaba por la calle de Castellón. El nombre no era peyorativo ni mucho menos, él adoraba al animal, decía que como era un perro y no podía ser bautizado solamente se le podía llamar lo que era, un perro y se acabó.A veces esperábamos a Juan, cuando regresaba de la Alcazaba con sus cabras, en la grata sombra de pinos cargados de piñas secas en el parque de Lobera cerca de Victoria Grande. Con el frescor de las agujas verdes recien caídas y algunas secas por el tiempo nosotros nos revolcábamos en el pequeño bosque observando a las parejas de enamorados  sentados en los bancos parecidos a grandes nichos horadados en la pared. Los niños que esperábamos a Juan  no poseíamos nada y lo teníamos todo, no teníamos juguetes y nunca nos cansábamos de jugar sin ellos. Paco Roldán con su mella dentro de su boca de gruesos labios  me decía que yo tenía una cabeza que era un castigo llevarla a cuestas continuamente, de gorda que era. Luego nos mirábamos en los escaparates de las tiendas del centro y riéndose como él solo sabía hacerlo, reconocía que también transportaba un trono bastante desarrollado y además pelado a semi rape, oparisié y bastante cortito. Asi los piojos que se pasaban a nuestras cabezas en el colegio se podían controlar mejor que si lo lleváramos largo. Los ladridos de los perros vecinos de las casas cercanas  a la Bola del  Mundo(depósito de agua) nos anunciaban que el lechero se acercaba con su rebaño capitaneado por “Perro”.   En aquéllos años habían otros personajes populares que se dedicaban a la venta ambulante que eran instituciones para nosotros, los niños. Uno era Juan “La Meona”, hombre noble y dipsómano que según las malas lenguas se bebía una frasca de vino en un santiamén. Este Juan llevaba colgada de un brazo una gran cesta de mimbre llena de toda clase de golosinas y en la otra mano un grueso palo alfombrado de arropía  por  la parte alta:  niños, arropía a gorda el cacho. La gente decía que el arrope lo hacía de  algarrobas. El caso es que su arropía estaba muy dulce, con algarrobas o sin ellas. Las manos renegridas con las uñas largas y sucias portaban una pequeña navaja que cortaba la arropía en pequeños trozos. Otras veces era cañadú la que vendía, también a gorda el cacho, pero decía que esta pesaba mucho y no traía cuenta: y lo comío por lo servío ná de ná. El cruel apodo de la Meona se lo decían porque cuando tenía que vaciar la vejiga estándo en la calle y un poco ajumado no fiándose de dejar la cesta y el mástil del arrope con nadie solo dilataba el esfinter  y dejaba correr el orín por las piernas abajo. Mas tarde todos los perros se le acercaban para olerle la bragueta habiéndo veces que los apartaba con el palo de la arropía. Mi madre me tenía dicho que no debía comprarle nada al señor Juan el de la cañadú. Una vez le rectifiqué diciéndole que se llamaba Meona. “Que no le compres nada por la falta de higiene no te da derecho a ofender al pobre señor, así que ahora mismo vas a venir conmigo y te disculparás ante él”. Cuando, en presencia de mi madre y sin culpa alguna, porque yo no le puse el apodo, avergonzado y lloroso le pedía perdón, el pobre Juan sonreía acariciándome la cabeza y magnánimamente con su pequeña navaja cortó el trozo de arropía mas grande que había visto  núnca. Sin que sirviera de precedente mi madre me dio el permiso para comerme el trozo de dulce pringoso, y como  las madres llevan siempre la razón la dichosa arropía me produjo unas diarreas que me tuvieron sin salir de casa  varios días. Mi madre decía que si estaba sin comer era mejor, así se me curaría la diarrea y se me quitarían las ganas  de comprarle chucherías a ese pobre hombre que siempre va sucio. Las dichosas diarreas se me curaron en veinticuatro horas. Mi estómago ya me decía picardías como a Juan el Cabrero de niño en su Málaga. El otro personaje era el señor de los helados. Un hombre muy serio con un gorro blanco de forma militar al que solo le faltaba la borla colgándole en la frente que empujaba un carrito con techo de tela ribeteado con encaje como una  cortina de cocina. El carrito llevaba dos depósitos de helado y en cada uno de ellos había de dos y tres saboresrecordandopresidioMontes de Málaga solía cantarVersallesun par de caladas al tarugo historias,, que llevaba en el zurrón  a los niñoseche tibia que más de una vez e disputaban     Caba que en Málaga cuando él tenía la misma edad de los que lo escuchabanera de orines y comidas rancias,. Todo esto contabatrepidardla Cañada ()gánateEl chucho e se adelantaba a su dueño,A veces los niños esperaban,reciénmuchos niños e revolcabanpared. Los ladridos de los perros vecinos de las casas cercanas a la Bola del Mundo (depósito de agua)  anunciaba que el lechero se acercaba con su rebaño capitaneado por                Cuando estamos entre la niñez y la juventud la edad se injerta para no olvidarse jamás recordandopresidioMontes de Málaga solía cantarVersallesun par de caladas al tarugo historias,, que llevaba en el zurrón  a los niñoseche tibia que más de una vez e disputaban     Caba que en Málaga cuando él tenía la misma edad de los que lo escuchabanera de orines y comidas rancias,. Todo esto contabatrepidardla Cañada ()gánateEl chucho e se adelantaba a su dueño,A veces los niños esperaban,reciénmuchos niños e revolcabanpared. Los ladridos de los perros vecinos de las casas cercanas a la Bola del Mundo (depósito de agua)  anunciaba que el lechero se acercaba con su rebaño capitaneado por “Perro”. Los niños que aguardaban nnn juguetes y nunca e cansabangar sin ellos. Paco Rendón con el dientedo de su boca de gruesos labios  le decía a Juaneles querda que era. Luego los dos se miraban en los cristales deenseñando la gran mella, Asípiojos que se pasaban a susllevarano alfombrado de arropía  por  suestandoesfínterorrer la orinahabiendoba con el palo de la arropía. La de Juaneles lJuaneles le có. Cuando, en presencia de laya que él no le pusopobre Juan sonreía acariciándolenunca Juanelesin que sirviera de precedente la ledio permiso para comerse la razón la dichosa arropía le produjo unas diarreas que ln salir de casa  varios días. Laba sin comer era mejor, así se luraría la diarrea y se l y algo bebido. Las dichosas diarreas se luraron en veinticuatro horas. El estómago ya . Cuando al medio día, a la hora de la siesta, se detenía en  la calle de Castellón, frente al callejón del Aceitero su voz era tan sonora que parecía la de un tenor. Anunciaba los helados como si estuviera cantando alguna estrofa de zarzuela, todo serio y metido en su papel de cantor. Este heladero tenor despachaba a los niños con presteza: venga niño que se “enfría” el helado. Lo decía como si quisiera parecer gracioso con los chaveas y lo que conseguía era el rechazo de él con los mas pequeños.Enriqueta, La Quety, era otra figura vendedora, pero no ambulante como los otros. La Quety era soltera y poco agraciada en  belleza con ademanes un tanto bruscos que en nada se parecían a su feminidad. Quety vendía, alquilaba y cambiaba novelas y tebeos de todas las clases. Las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía; las de amores lacrimosos de Corín Tellado. Los tebeos del Guerrero del Antifaz, F.B.I. con los inspectores  Jak, Sam y Bill, los del Capitán Trueno, etc. . El padre de Juaneles le decía que prefería verlo con un tebeo en las manos que con un cigarro de matalauvas, fea  costumbre que los niños de Melilla cogieron en la década de los cincuenta. La Quety solía tener un artilugio muy bien guardado de la chiquillería que era una vejiga húmeda de un cerdo. La mantenía húmeda para poder inflarla como si fuese un globo, cosa que al desinflarla lentamente y cerrándole el esfínter parecía que alguien soltaba una pedorreta. Ella como era tan seria y circunspecta no movía ni un músculo y siempre lo hacía cuando había varias personas alrededor o algunos niños jugando cerca. Solo sentir la sonora pedorreta en el momento de pasar alguien extraño, que podía  venir de una visita al cementerio, algunas, a veces sonreían creyendo que era algún niño desvergonzado pero había quien se enfadaba porque acababan de asistir a algún entierro y era como un sacrilegio oír una pedorreta  de sonido continuado y acompasado. A veces parecía que les tocaban una marcha a su paso como un general pasando revista a las las tropas.Cuando se entra en la Purísima , cementerio de héroes, parece como si se sobrecogiera uno en su silencioso jardín leyendo nombres y epitafios poéticos de recuerdos en mármoles que un día fueron blancos, donde las supremas y honrosas fechas de gloria en cronológicas circunstancias debieran ser recordadas siempre, donde reposan gente de lejanas edades que murieron en tierras que fueron escenarios de batallas inútiles, como todas. La pandilla de la calle de Castellón iba a menudo al cementerio en plan exploradores y siempre  encontraban a un anciano señor de blanco y recortado bigote  que parecía haber salido de una fotografía antigua como las que tenía la abuela de Juaneles en una vieja caja de galletas metálica donde guardaba sus tesoros mas preciados, las fotos y papeles amarillentos de su marido muerto y de su hijo Juan que contaba veintiún años cuando  murió en la guerra del 36. Este anciano era un militar de alta graduación retirado vistiendo   siempre unos zapatos negros recién lustrados y un traje bien cortado con las solapas de la chaqueta llenas de ceniza y lamparones de varios meses sin limpiar.   A veces parecía un venerable anciano bondadoso que acariciaba a los niños dándoles cariño y otras se le veía triste y ausente. Cuando veía trotar a los niños  entre las tumbas con el jolgorio y la despreocupación que siempre acompañaba a Juaneles y sus amigos decía que nunca se deben pisar las flores brindadas a los héroes.Aquél anciano militar visitaba a diario la tumba de su hijo fallecido poco tiempo atrás. Ahora Juaneles sabe que el mejor homenaje a los seres queridos que nos van faltando es tener ese hilo conductor en la memoria siempre sin romperlo