lunes, enero 09, 2006

La poza de la vieja Mayo 2001

     .
                          LA  POZA DE LA VIEJA



En la  Poza de la Vieja  cuando hacía buen tiempo tenía el agua dormida y cálida por el sol pero, cuando las olas, con el levante, golpeaban la pared rocosa donde estaba la oquedad de la poza para renovarla no se podía uno ni acercar por el tajo que había cerca del cementerio.
     
Para acceder a ella había que bajar por medio de unos hierros clavados en la misma roca; mucha gente decía que esos hierros los clavaron hacía muchos años unos pescadores de caña que iban a pasar el rato pescando los días buenos.
     
Muy cerca de allí está la  Piedra Ahogá . Esta era una roca medio cubierta por el mar que mas bien parecía una isleta;  ese es el motivo de llamarle ahogada, pero como la idiosincrasia de la gente de Melilla es de un 80% andaluza le quitamos la última sílaba y sale Ahogá.  Siempre estaba cubierta por un manto de mejillones puntiagudos que hacía imposible acceder a ella nadando desde la orilla del monte; el que lo conseguía sufría rasguños en el vientre y en las piernas. A mi me parecían latigazos tremendos cuando lograba subir a ella.
     
Recuerdo a un niño en una tarde soleada de otoño, ya habían pasado las fiestas de Septiembre, que metió un mensaje en una botella de gaseosa para echarla al mar desde la  Boca del León , roca de pinchos con la forma de las fauces de un león situada debajo del faro del  Pueblo. Torreón conocido con varios nombres como el de  Las Cruces  en 1553, el  Torreón del Palo  porque en 1700 era el sitio de ejecuciones; años después se le conocía como  El Volado   y a finales del XVIII quedaría como  El  Bonete . Mas bien esta roca,  La Boca del León , esta situada entre el Faro y el  Torreón de Las Pelotas  que también a este último  se le llama  Torreón de los Bolaños .  Algún día intentaré explicar el significado de los nombres de todos los Fuertes, Torreones y Ataques que hubo y aún, algunos, que existen en nuestra ciudad.  El niño se llamaba Felipe y como era muy gordo le llamábamos Felipe El Hermoso.  Qué niño aquél Felipe, tan cebón y con tanta mala leche el muy cabrón. No creo que fuese tan niño, aunque aparentase serlo. El caso es que se hizo un corte con la botella y berreaba como un marrano cuando va al matadero. Nos llevaba unos cuatro años a todos los meones de la pandilla que lo seguíamos. Esto lo recuerdo, aunque lejano en la edad, como si fuese  la neblina acercándose al Pueblo, desde Tres Forcas, lentamente y sin llamar.

Quien conozca estos lugares imagínense a unos niños de diez a quince años saltando entre las piedras y nadando entre las rocas hirientes, donde las olas no paran de golpearlas, aunque el mar esté en calma. Roa Bastos decía que la memoria no recuerda el miedo y yo estoy seguro que en aquellos años ninguno sentíamos miedo  al contrario de lo que sentimos actualmente cuando ya peinamos canas.

Nuestro parque de Lobera, para los niños de Ataque Seco y calle de  Castellón era siempre una inmensa perspectiva.  Muchas veces encontrábamos tesoros que los niños de hoy los verían raros, como un grillo, una lagartija y a veces hasta una pequeña culebrilla. Cuando encontrábamos un grillo y no llevábamos ninguna cajilla de mixtos cualquiera de nosotros lo guardaba en el bolsillo. Mas tarde en tu casa y sin que tu madre se enterara lo encerrabas en una  jaulita hecha de alambre blando –mi padre decía alambre dulce- y le echabas tomate crudo que según los mayores era lo que comían esos bichos. Yo nunca los veía comer, los míos se me  morían en un día. Unas veces por juicio sumarísimo de mi madre o  por aplastamiento de mis hermanos,  ignorando que en esa jaulita existía un cantante negro parecido a una cucaracha. Otras porque una de mis dos hermanas, siempre era  la mayor, para hacerme de rabiar, me decía que era una asquerosa y vulgar cucaracha de alcantarilla. Entonces venía la pugna de si era grillo o cucaracha, como los galgos y podencos de la fábula, mientras tanto mi madre se llevaba la jaula y volvía  con ella vacía.
     
Las lagartijas eran suaves e inquietas y sus mordiscos te hacían solamente cosquillas en los dedos. A mi me daba mucha pena ver como algunos niños con su crueldad infantil  les cortaban las colas; decían que volvían a crecerles. Cuando veíamos alguna niña descuidada solamente teníamos que sacarla del bolsillo y ¡zas¡, lagartija en su falda y gritos y estampidas, todo a la vez. Mas tarde venían las quejas y yo arrinconado entre las cuerdas por mi madre: “ mamá que yo no he sido, que fue fulanito, que esa niña es tonta”. La niña era una de las amigas de mis hermanas que no era tonta pero sí miedica y chivata.  

El Parque de Lobera siempre nos saludaba con la fragancia de su silencioso jardín vigilado por los pinos y sus moradores alados, los pájaros. A mi madre, ángel tutelar de mi infancia, no le gustaba que fuera allí porque un hombre sátiro y,  el Tío de las Mantecas de Málaga, se llevaban a los niños. Todo este temor era porque a mediados de este siglo, bueno, del anterior, se escuchaban en Melilla rumores de que en Málaga hubo un desalmado que mató a un niño abandonando su cadáver en el lecho del río Guadalmedina. Ni al sátiro ni al de las mantecas los vimos nunca, lo que si veíamos era a unos mirones, estos si que eran unos verdaderos sátiros, que no dejaban en paz a las parejas de enamorados.  

Un lejano día Septiembre de 1980  lo vi en compañía de su esposa cerca del parque Hernández; parecían dos estatuas oscuras que caminaban abrazados en la negrura de la noche. Parecía que el trayecto fuera una ceremonia de desfile silencioso. Aquél hombre fue mi profesor, el que me enseñó que cuando alguien está sepultado en la ignorancia solo piensa salir con palabras que lo hacen mas ignorante. Pero si es prudente lo hará en silencio y escuchando a los demás. Siempre nos decía que nuestra ciudad, Melilla, es un almacén repleto de hechos históricos que con sólo leer algunos rótulos de sus calles te viene a la memoria  todo lo que has leído sobre la historia de la ciudad. El día, espantoso y triste, que dábamos sepultura a mi madre lo encontré a la salida del cementerio. Venía de visitar la tumba de su esposa fallecida pocos días antes. Cuando le dije el motivo de mi visita y verme tan triste me dijo una frase que se me quedó grabada como muchas de sus enseñanzas: “ Hijo mío, hoy para ti no es día de pensar, es día de sentir “. Y cómo sentía en lo mas hondo de mi alma la muerte de mi  madre. Me fundí en un abrazo como si hubiera sido a mi padre, que estaba junto a nosotros en la escalinata  de la Concepción.  




                                                  
                                   Málaga Mayo de 2001