lunes, enero 09, 2006

Amor a los parques Abril 2001


                    AMOR A LOS PARQUES



Los que hemos tenido el privilegio de nacer en Melilla, una ciudad de aromas marineros, donde

sus calles sin laberintos se sumergen en el modernismo de sus edificios, poseemos como un

hechizo que es centrifugado e irradiado alrededor de los que hemos vivido en ella. Yo, a veces,

le susurro al mar desde Málaga dándole recuerdos con sus olas; algunas, por culpa del viento, los

pierden con el cielo y al llegar a San Lorenzo lloran con tristeza la pérdida en la blanca espuma

de sus crestas. Otras, que los llevan guardados en el azul profundo, a Trápana se los da gritando  

golpeándole en sus murallas. A veces nos amparamos en la soledad del alba o en el silencio de la

noche y escuchamos el ruido del mar de Melilla; cómo se suspende en el aire, igual que un la

sostenido cuando sale volando de su campana musical, aleteando por sus murallas centenarias, y

gritándoles a las rocas de cuchillo.

     El niño que no juega no es niño o está  enfermo, pero el hombre que no juega como un niño

perdió para siempre el niño que había en él y que le hará mucha falta. Mi recuerdo de niño de los

cincuenta  es cuando el mar, en verano, se ponía calentón en la ensenada de los Galápagos; y en el Parque

Lobera, parque áspero florido y sombrío con su tupida arboleda y los bancos de piedra, donde resonaban

las recias pisadas de militares sin graduación con sus tachuelas chirriantes en las pequeñas alamedas de

escaleras cortas y ribazos regados con el agua de la Bola del Mundo. El canto de esta agua era como un

rumor de hojas secas navegando por una playa donde las olas se desbaratan y vuelven a formarse entre la

espuma y la arena. A veces los arboles del Lobera estaban tan desamparados que le caían lágrimas de

rocío rogando cuidaran sus pensiles silenciosos. Entonces era la época en que el otoño hace desprenderse

a los árboles de sus hojas moribundas para que salgan sus hermanas en primavera.

El llano Parque Hernandez siempre ha dado para muchos versos, vocablos amados de ternura

para sus altas palmeras y para la pajarera junto a la antigua pista de patinaje. Siempre me parecía

que su olor era de hierba arrancada a la intimidad de sus recoletos jardines. Mi recuerdo de aquél

concierto apoteósico en el templete. Eran las doce de la mañana de un domingo otoñal y el sol

blandía sus rayos desde el cielo añil como un día de Agosto. Mi primo Juan, el de mi tía

Virginia, se explayó con el solo de trompa de Der- Freischütz de Weber; Don Julio, con su batuta

en alto, lo hizo levantar para que la gente  aplaudiera y él se enorgulleciera.  



Es Melilla africana,
                         es de edificios modernistas,
es coqueta y castellana,
es andaluza,
es mi tierra orgullosa,
es española,
por naturaleza.




       Málaga  Abril 2001