Amor a los parques Abril 2001
AMOR A LOS PARQUES
Los que hemos tenido el privilegio de nacer en Melilla, una ciudad de aromas marineros, donde
sus calles sin laberintos se sumergen en el modernismo de sus edificios, poseemos como un
hechizo que es centrifugado e irradiado alrededor de los que hemos vivido en ella. Yo, a veces,
le susurro al mar desde Málaga dándole recuerdos con sus olas; algunas, por culpa del viento, los
pierden con el cielo y al llegar a San Lorenzo lloran con tristeza la pérdida en la blanca espuma
de sus crestas. Otras, que los llevan guardados en el azul profundo, a Trápana se los da gritando
golpeándole en sus murallas. A veces nos amparamos en la soledad del alba o en el silencio de la
noche y escuchamos el ruido del mar de Melilla; cómo se suspende en el aire, igual que un la
sostenido cuando sale volando de su campana musical, aleteando por sus murallas centenarias, y
gritándoles a las rocas de cuchillo.
El niño que no juega no es niño o está enfermo, pero el hombre que no juega como un niño
perdió para siempre el niño que había en él y que le hará mucha falta. Mi recuerdo de niño de los
cincuenta es cuando el mar, en verano, se ponía calentón en la ensenada de los Galápagos; y en el Parque
Lobera, parque áspero florido y sombrío con su tupida arboleda y los bancos de piedra, donde resonaban
las recias pisadas de militares sin graduación con sus tachuelas chirriantes en las pequeñas alamedas de
escaleras cortas y ribazos regados con el agua de la Bola del Mundo. El canto de esta agua era como un
rumor de hojas secas navegando por una playa donde las olas se desbaratan y vuelven a formarse entre la
espuma y la arena. A veces los arboles del Lobera estaban tan desamparados que le caían lágrimas de
rocío rogando cuidaran sus pensiles silenciosos. Entonces era la época en que el otoño hace desprenderse
a los árboles de sus hojas moribundas para que salgan sus hermanas en primavera.
El llano Parque Hernandez siempre ha dado para muchos versos, vocablos amados de ternura
para sus altas palmeras y para la pajarera junto a la antigua pista de patinaje. Siempre me parecía
que su olor era de hierba arrancada a la intimidad de sus recoletos jardines. Mi recuerdo de aquél
concierto apoteósico en el templete. Eran las doce de la mañana de un domingo otoñal y el sol
blandía sus rayos desde el cielo añil como un día de Agosto. Mi primo Juan, el de mi tía
Virginia, se explayó con el solo de trompa de Der- Freischütz de Weber; Don Julio, con su batuta
en alto, lo hizo levantar para que la gente aplaudiera y él se enorgulleciera.
Es Melilla africana,
es de edificios modernistas,
es coqueta y castellana,
es andaluza,
es mi tierra orgullosa,
es española,
por naturaleza.
Málaga Abril 2001
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