domingo, enero 15, 2006

Relato corto 30/10/2001


                              RELATO  CORTO

     Mientras que en Europa sonaban tambores de guerra y la mayoría de las naciones del mundo acompañaban a los jinetes del Apocalipsis con sus clarines del miedo, en Melilla, en la tarde del viernes 15 de Octubre de 1944, María se encontraba con los dolores de parir.  La casa era una de la calle Castellón de la Plana, la primera que estaba a la entrada de un patio donde  solo vivían dos familias, en la  que todo era un ir y venir de gente preguntando si Mariquita había parido ya.   Todo el mundo la llamaba Mariquita cuando en realidad se llamaba Ana María.
     Doña Dolores, la comadrona, se encontraba sentada a la mesa del comedor junto al padre del que iba a nacer y entre los dos estaban dando buena cuenta de una botella de coñac.  Éste hombre se llamaba Francisco, Paco para todo el mundo, menos para un amigo suyo de juventud que le llamaba Francisco con todo el respeto del mundo.  A veces parecía que era un puro cachondeo que se desvanecía al verlos tan serios y circunspectos.
     Paco era un hombre que había vivido sus cuarenta y dos años con toda la intensidad que le acompañaron sus fuerzas y también era conocedor de la vida y milagros de la partera.  Tenía la gracia y el donaire de un andaluz de sombrero cordobés, habano en la boca y sempiterno mostacho bien recortado, rematando siempre sus frases con una pizca de pimienta y algún gramo de sal, herencia de su padre y sin haber vivido apenas en Andalucía.  Él decía que era genética, esa idiosincrasia andaluza que poseía desde niño.
     Para matar el tiempo en la espera, Paco recordábale a la comadrona un amigo común, chofer –a él le gustaba decir “chaufer”- y compañero en el taxi de la década de los años veinte, cuando Melilla era una ciudad donde cualquier avispado ahorrador se podía enriquecer al amparo del ejercito.  También hubo una riada de personas no gratas a la comunidad que con los años se fueron amoldando, a la fuerza, a las buenas costumbres que iba imperando en Melilla.   Esto hacía que a Doña Dolores se le llenaran los ojos de lágrimas por los recuerdos de juventud y lo feliz que fue con su amado Ricardo, a pesar de las palizas que éste  le propinaba  obligándole a veces  llevar gafas oscuras para tapar los moretones que le infligía por culpa de los odiosos celos.   Hay que decir, en honor a la verdad, que Doña Dolores, a pesar de que se acercaba a la cincuentena, era una mujer hermosa que conservaba parte de la belleza de su juventud.
Los vapores del coñac ya estaban haciendo efecto en los dos:  “Por lo que venga y por el frío... decía Paco, “ por el amor perdido...”, pensaba la comadrona.
     Mientras el niño le dictaba a su madre, a fuerza de patadas, cómo debía ser su postura más cómoda, la abuela, la madre de Mariquita; la otra, la madre de Paco también se llamaba María, pero esa no llegó a conocerlo por haber fallecido hacía varios años durante el Movimiento.  La abuela que ayudó al nacimiento de su noveno nieto, la anciana mas callada del mundo se encontraba junto a su hija con todos los trastos: toallas, agua y trapos muy limpios; todo lo que una parturienta y su recién nacido pueden necesitar.  A pesar de la presencia de la profesional era una garantía para Mariquita que su madre, por la edad y por los quince partos que tuvo, siendo uno de ellos de mellizos, era doble garantía que estuviera allí.  La preocupación, con miradas insinuantes, de la abuela era que apenas quedaba coñac en la botella, y de esa manera a su hija no se le podía asistir adecuadamente.  A Paco con tantos lingotazos y recuerdos sentimentales del amigo común se le estaban perdiendo los papeles, sin acordarse de que su cuarto hijo estaba a punto de venir a la vida.  Hubo un momento en que el niño dejó de darle patadas a la madre y ésta suplicó con apenas voz:  “Paco, déjala ya que este va a salir y no puedo aguantar mas..”
       Pareció que  Doña Dolores se había bebido un cubo de café bien cargado.  Saltó como si hubiese tenido un resorte y las lágrimas dejaron paso a su eficiencia y buen hacer.  Apenas se acercó a la cama de matrimonio, vio que entre las piernas de Mariquita asomaba una cabeza toda llena de pelos.  En un momento y ayudado por las dos mujeres aquél niño estuvo fuera y unido a su madre por el cordón umbilical por el que se alimentó durante la gestación; también y apenas la comadrona hizo el clásico corte para que el ombligo fuese normal durante toda la vida, el niño se sintió desvalido; sentía el llamado “vacío del bebé”, le faltaba la comodidad del liquido amniótico.  Dicen los expertos que todos los bebés y hasta que cumplen cierta edad, cuando notan que los levantan, creen caer al vacío, echando de menos el calor del vientre de su madre, sintiéndose desprotegidos y desvalidos.  Así se sintió y cuando la comadrona, una vez que le había quitado parte de la placenta, cogiéndolo por los tobillos le arreó dos sonoros tortazos en su rojo culo que quizás soltara parte de las entrañas de su madre, pero de lo que si estaba seguro es de que soltó un grito de dolor que sonó en el patio de vecinos donde acababa de venir  a la vida.
     - “Es un niño muy guapo, se parece a Paco, su padre, es enterito a él ....”.
     Una vez abierta la válvula del “lloriqueo”, por el tortazo de Doña Dolores, todo eran parabienes y: “ ... a criarlo con salud Mariquita,  hay que ver con cuatro ya, vaya, vaya, ... pero ella es fuerte y los sacará adelante.  Los otros tres que ha tenido están muy sanos y este, por lo que dice la comadrona, va a ser muy grande.  Al padre todo era: “... enhorabuena Paco, este es el que se parece mas a ti...”.
     Dolores, “Dolorica”, murciana, la vecina gruñona de corazón blando, la que ocupaba la otra vivienda del patio era un manojo de nervios.  Ella siempre andaba nerviosa y mas con el acontecimiento del parto de su única vecina.  Dolores vivía con su madre, una anciana con mas de un siglo y ciega; siempre andaba aseándola; muchas vecinas decían que la tenía como los chorros del oro, de limpia que se le veía.  Ella quería mucho a Mariquita, por lo penoso que le resultaba criar a tres hijos con un sueldo de miseria en plena posguerra y toda su preocupación era que esta niño venía difícil: “ Ay, Mariquita, que este viene muy difícil, ¿ es que no notas cuando se mueve, hija mía ”.  “Dolorica” nunca parió, ni tenía idea de partos y menos de criar a niños, pero ella era así, con el afán de ayudar a su vecina no se enteraba que el niño y la madre estaban perfectamente.
     La tía María, para la familia era “La Pascuala”, cuñada de Mariquita, era la que se encargó de que los partes funcionasen con normalidad.  Comunicaba a todos los vecinos como iba a ser el alumbramiento de su cuñada.  Años después ésta decía que había que darle la razón a Dolorica cuando decía que el niño venía difícil ya que jamás pudo quedarse embarazada porque este último se lo puso muy mal.
     Cuando Juaneles contaba solamente un día de vida Mariquita lo llevó a pesar a una tienda de la calle Duque de la Torre.  Todas las vecinas le regañaron, porque lo normal era que guardase cama durante una semana, pero por lo visto ella no parecía notar molestia alguna:  “...Tu padre trabajaba, la abuela debía atender a mis hermanos solteros, tus hermanos eran muy pequeños, qué podía hacer yo sino aguantar y seguir adelante ya que te tenía a ti que viniste al mundo con muchas ganas de comer ”.  Todo esto  se lo comentaba a Juaneles una vez que fue padre y quiso saber este el peso que tuvo al nacer ya que sus hijos rondaron los cinco kilos.
     La tendera de la calle Duque -en esta calle había cuatro tiendas de comestibles, una panadería, un obrador de confitería  y un estanco- era la mas antigua, la que tenía la balanza de platillos dorados con la figura de dos picos de patos para nivelar el peso en un mostrador de madera vieja que siempre estaba recién fregado con lejía.  Esta tendera tenía la fea costumbre, un poco sisona, de poner en cada platillo un papel, para que pesaran mas, pero en uno de ellos colocaba una moneda de cobre antigua, desnivelando la balanza un milímetro a favor de ella, porque las viandas las colocaba en el platillo que estaba mas bajo, el de la moneda, así siempre salía beneficiada.  Cuando Mariquita depositó  su hijo encima de la balanza esta arrojaba un peso de 5,100 kg., y se ve que la tendera , en esos momentos retiró los papeles y la moneda.  Por lo visto Mariquita tuvo reservas para que su Juanito naciera igual que los otros hermanos.  Era raro en aquéllos años tan difíciles de posguerra que naciera un niño tan robusto en un hogar humilde.  Ella, como buena madre, jamás le retiró el derecho de mamar.  Pocos años mas tarde cuando estaba Juaneles en la miga o colegio de los cagones, como decía su hermana, Doña Nieves, la maestra, apenas sonaba el cañonazo de las doce del medio día en la cercana batería de costa de Ataque Seco, abría la puerta y el jolgorio de veinte meones con sus baberos al viento, unos con ganas de orinar, otros ya se la habían hecho encima y andaban con la cara pegada a la pared para que nadie lo viera mojado, pero Juaneles era el que cogía su pequeña banqueta, con el babero abierto y salía  a todo correr hasta llegar a su casa y como un ladrón buscar a su madre por todos los rincones hasta que la encontraba sentada en una silla de anea detrás de la puerta esperando a su hijo, sonriendo y con los brazos abiertos, para darle el mas preciado alimento que una madre le puede dar a un hijo.  Otras veces cuando estaba fregando el suelo de rodilla, entonces no existían las fregonas, con toda la paciencia y el amor que pueda dar una madre buena, se agachaba y dejaba que le extrajera de sus entrañas la poca salud que le iba quedando por su culpa. “...anda, mamaíta, dame sólo un poquillo, solo de una,  ¡eh! “.   Nunca se negó, jamás se lo reprochó, siempre estaba dispuesta, recostada en la cama, sentada en la silla baja para que su Juanito de pie, cuando venía de jugar, pudiera sacarle el poco alimento que ingería durante el día.  “Nunca se lo digas a nadie, éste será nuestro secreto, hijo mío” . Ella no deseaba que alguien supiera que su hijo pequeño la estaba dejando sin salud, le parecía que cometía un grave pecado.
Éste pecado lo redimió  una tarde en que  llevó a su hijo al médico de cabecera para un simple catarro. El médico era Don Juan Espona del que mucha gente decía que era sordo como una tapia; también conocía a toda la familia de Mariquita ya que era el médico de toda la vida de la familia.  
Aquélla tarde cuando madre e hijo estaban en presencia del galeno sordo éste le preguntó a aquélla si estaba criando porque por su aspecto tan demacrado así lo parecía y extrañándose de su reciente parto  sin que él lo supiera.  Ella  que era tan sincera le contestó que a quien estaba criando era al que llevaba de la mano, con pantalones cortos y con los dientes capaces de roer un mendrugo de pan.  Lo dijo con miedo, como si estuviese cometiendo un gran pecado sien su salud la que le estaba regalando a su hijo.  Cuando Don Juan Espona dirigió la mirada hacia abajo buscando la cara de cómplice que se reflejaba en Juanito lo que hizo fue cogerle por los brazos en volandas y ponerlo de pié encima de la gran mesa, estilo castellano antigua, ordenarle que abriese la boca para que le enseñara los dientes blancos y perfectos que tenía y todo ocurrió tan rápido que ni la madre ni el niño se dieron cuenta de lo que ocurrió y fue que Don Juan Espona le soltó un tortazo en el culo como a traición: “ .... Con esos dientes que tienes debes usarlos para masticar y no en mamar “.   A la edad de cuatro años y medio un niño que tiene una madre como Mariquita que le da de comer de todo lo que podía y encima tomaba el soporte lácteo de sus entrañas solo piensa en eso, que su madre es la mejor y la mas dulce de todas las madres.    



Los partos anteriores habían sido tres: la primera fue una niña que nació en 1938, a la que bautizaron con el nombre de sus abuelas y con el que llamaban a su madre, María, pero para la familia fue la Nena Grande.  El segundo nació en 1940 y como era lógico y siendo el primer varón lo bautizaron con el nombre de su padre, Francisco.  La tercera nació en 1942 y le pusieron Antonia como su abuelo paterno, y fue la Nena Chica para todos y al último lo bautizaron con el nombre de Juan Jesús, por su tío, hermano de su madre que había muerto en la guerra civil en el bando de los nacionales, que fue donde le pilló y Jesús porque el 15 de Octubre, día de su nacimiento, es el día de Santa Teresa de Jesús.
     La diferencia de edad de la primera con el último era de seis años y siendo la mayor era la que dominaba a los tres y en particular a Juan, al que mas tarde le llamarían Juaneles.  Jamás fue una hermana pegona por eso Juaneles siempre deseaba que lo bañase ella en la tina del patio junto a las flores del Don Pedro.  Lo que menos aguantaba Juaneles eran los restregones en las orejas, siendo esto la pasión de su hermana y el suplicio de el: “..ya no vamos a comprar mas patatas en la tienda, en tus orejas las plantaremos, so guarrindongo...”.  “..Nena, dale también en las mataduras de las rodillas”, decía la madre.   Mariquita llamaba mataduras a los refregones que se daba contra el suelo de la calle, golpes que mas tarde se convertían en pupas y luego, cuando la sangre se secaba y costaba de quitar  ahí era cuando la Nena Grande ponía el máximo cuidado ablandando las heridas con agua, pero cuando le hacía el menor daño Juaneles salía corriendo  por toda la casa sin importarle su desnudez: “...que se te ve la gurrina y si no llevas pantalones se te caerá al suelo..”  , decíale la hermana.  Al saber que sus partes blandas se iban a caer al suelo se las agarraba refugiándose en los brazos de su madre que era el sitio donde se sentía mas seguro.  Ella le tocaba y besaba la herida con mimo y sumo cuidado y con la voz casi apagada le decía que si a el le dolía a ella le dolía el doble.  Mas tarde fue una costumbre contestarle cuando le preguntaba si le dolía cualquier herida decirle: “...mama, esta no me duele ni una  chispilla de nada..” .  Así no le transmitía el doble dolor que ella decía.  Era una manera de no ser quejica y endurecerse demostrándole su infinito cariño.