domingo, enero 15, 2006

Historia de un entierro 07/09/2001


HISTORIA DE UN ENTIERRO


Cuando en Melilla a los muertos los transportaban en coches negros, acristalados por los cuatro lados, tirados por caballos enjaezados y con grandes penachos negros encima de sus cabezas; recuerdo que el cura pasaba en primer lugar con un libro sagrado entre las manos y rezando, y junto a el un monaguillo con un crucifijo metálico que a veces, el varal de la cruz era tan largo que se le inclinaba a los lados porque también era bastante pesado para su estatura de niño. Detrás iba el coche fúnebre con el pitejo uniformado de negro y con su gorra de plato del mismo color y sin ninguna insignia aparente. Actualmente, a los conductores de los modernos coches de muertos no se les llama pitejos, aunque el nombre suene un poco a broma, si que lo son, al menos eso dice el diccionario. Algunos entierros llevaban tres, cuatro y mas caballos, según la categoría del difunto y guiando a estos iban dos pitejos.
Un día, siendo niño, vi uno de esos impresionantes entierros que llevaba dos pitejos en el asiento, uno de palafrenero montado en uno de los caballos de tiro y dos a cada lado del coche, como dándole escolta. Era emocionante ver a la gente quieta en las aceras y a la banda del regimiento de infantería Melilla nº 52 interpretar a Chopín por la adoquinada Padre Lerchundy arriba. La gente decía que el difunto era un militar de alta graduación; nunca supe la graduación, pero por la banda de música y la sección de soldados que llevaba debió ser un general. Tampoco supe en que patio fue enterrado; entonces a los niños no se nos permitía la entrada en La Purísima; una costumbre algo tonta y arcaica porque en aquéllos años entrar en el cementerio de Melilla era un privilegio y se aprendía algo de la verdadera historia de la ciudad con solo leer los nombres, fechas, lugares donde murieron y bastante filosofía y poesía tallada en sus lápidas.
Había otros entierros que solamente los componían los familiares y algún que otro acompañante y los mas tristes eran los que solo iban unos pocos ancianos amigos con boina y bastón. A estos se les notaba que habían muerto en soledad y sin familia alguna. Todos llevaban un solo caballo con su correspondiente penacho, un pitejo con el látigo entre las piernas, con un cigarro entre los labios y con una chaqueta que no era de su talla.
Era una tarde de verano y como siempre que llegaba un difunto por Padre Lerchundy, la campana del cementerio sonaba a eso, a difuntos, los niños de Castellón y Duque de la Torre corrimos a la explanada para colocarnos cerca del urinario maloliente que existía frente a la puerta principal, donde actualmente esta el tanatorio. Créanme si les digo que solo venía el coche de caballos, bueno, de caballo, porque solo traía uno y su pitejo guiándolo. Ese entierro no llevaba ni un acompañante, nadie que le llorara ni le dijera el último adiós. De verdad que era una extraña tristeza la que nos entro a los tres andarríos que estábamos allí. No era normal ver un entierro sin ningún acompañante. Como no nos dejaban entrar en el cementerio, por nuestra edad, salvamos la dificultad saltando la tapia por el patio de La Legión y seguimos a los enterradores hasta un patio superior cerca del Angel. Bien pues nada mas terminar estos hombres de darle sepultura al solitario difunto los tres niños que quedábamos de la proeza de saltar la tapia hicimos un juramento que consistía en que esa tumba tuviera siempre flores.
Créanme que la tumba del desconocido amigo y solitario difunto –ya lo hicimos amigo de los tres “héroes”- , siempre estaba llena de flores. Mi madre, siempre que iba a visitar la tumba de su padre y le llevaba unas flores para depositarlas en un jarrón de cristal, yo le pedía una para mi “amigo”, extrañándose ella de mi actitud tan poco corriente. Una vez me preguntó el motivo de llevarle flores a una tumba de tierra pisoteada, que nadie respetaba, y con una negra cruz vieja en la que apenas se distinguía el nombre del que estaba enterrado. Mi respuesta, un poco temerosa sin motivo, fue el juramento que hicimos mi amigo Luís, mi primo Juan y yo, que núnca le faltaría una flor a esa sepultura. Y cómo es que tiene tantas coronas y ramos, me preguntó, y ahí si que me pilló fuera de juego porque lo ignoraba. Yo desconocía que los otros ”mosqueteros” habían guindado, birlado o robado de otras tumbas todas esas coronas y ramos para que la de ese pobre hombre estuviera alegre. Con mi madre, en esos casos, era mejor el silencio, porque si seguía hablando hacía verdad aquello de quien te conoce de verdad es quien te ha parido, y como me conocía la pobrecita mia.
En la actualidad, la tumba de aquél solitario “amigo” que nadie lo acompañó a su última residencia, solo unos niños que jugaban a ser héroes, tiene una lápida con el mismo nombre de hace cincuenta años. Una vez vi a un hombre orate de mediana edad sentado en esa misma tumba diciendo que escuchaba las conversaciones de los muertos. Yo creo que mas bién era el viento que suspiraba y a veces parecía que lloraba entre las ramas al oir sus hojas que rezaban una oración por las almas allí enterradas.
Reciban un saludo
Juan Jesús Aranda
Málaga 7 Septiembre 2001





Publicado en “Melilla Hoy” el 23 de Septiembre de 2001